La historia de un antropólogo marciano... por Juan Gérvas
Hace unos día conocí al Antropólogo marciano. Con permiso de su autor, Juan Gérvas, podéis saber más acerca de él en el texto que viene a continuación. Lo escribió para la ponencia en una mesa titulada "Los trastornos mentales menores. De menores a frecuentes”, del Congreso de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, que se celebrará en Cádiz en junio de 2009.
En el texto se reflexiona acerca de la medicalización de la vida (en general) y de los niños (en particular). Este querido antropólogo marciano nos deja sobre la mesa más interrogantes que respuestas... Sin duda, texto "atípico" por su redacción y enfoque, pero que tendrá repercusión...
TRASTORNOS MENTALES MENORES EN ATENCIÓN PRIMARIA. LA VISIÓN CON UN ANTROPÓLOGO MARCIANO
Introducción, con una historia escolar
“En la escuela donde doy clase (soy de gimnasia) llegó una maestra nueva este año, una especie de señorita Rottenmeyer, y de repente parece que en vez de escuela tengamos una clínica de diagnósticos para todo niño que no se adapta a ella: hay un tartamudo que no es tal, Pedro, pues en realidad sólo tartamudea con ella, luego está Ofelia, que la han derivado a salud mental con neurosis obsesiva (9 años), porque llora y tiene pánico a venir a clase... Cuando lo comenté con el director, me dijo “ya la conoces; es un tema delicado; es una compañera, -el corporativismo-; no te metas”… “ya, pero es que yo les doy clase, y me piden que me quede más rato para no estar con ella y veo el miedo en sus ojos... y sobre todo estamos en noviembre...” Reconozco que el tema me está afectando, pero es que entre unos niños que vomitan antes de ir a la escuela, unos padres que creen que a sus hijos les pasa algo y unos compañeros que miran para otro lado o se suman a “detectar” casos clínicos... supongo que canalizo la frustración hacia escribir (como decía Gloria Fuertes, "en vez de echarme al odio o a la calle, escribo a lo que salga"...). Pero luego, a medida que continuaba escribiendo, el tema me iba pareciendo mucho más importante de lo que había previsto, y cuando lo comentaba con los compañeros les sonaba a chino. De hecho, en educación se está en la fase de prevención, del “prevencionismo”, y cuanto más precoz mejor, sin tener muy en cuenta la medicalización. La intención (de este viaje a Ítaca) es crear opinión entre el profesorado (que es mi campo) y los servicios de salud (que es el tuyo)”.
Es el testimonio de una maestra que se conmueve con el sufrimiento de niños y padres. Una maestra espantada que pide ayuda a un profesional sanitario pues se sorprende por la transformación de la timidez infantil en “depresión”, de la inquietud del niño inteligente y despierto en “trastorno por déficit de atención con hiperactividad”, del miedo a la maestra rígida incompetente en “neurosis obsesiva”, del dolor abdominal y los vómitos ante la exigencia escolar en “intolerancia a la lactosa”, “dolor abdominal recidivante” o “síndrome de intestino irritable”, y demás.
¿Cómo hemos llegado a esto?
¿Cómo es posible que estemos transformando cualquier problema cotidiano en un problema de salud, en un “trastorno mental”?
¿Son los trastornos mentales menores realmente un problema de salud?
Intentaré dar respuesta a estas tres cuestiones en lo que sigue. Aunque he utilizado bibliografía apropiada que se cita al final, el punto de vista será eminentemente clínico y práctico, típico del médico general que pasa consulta a diario. Para mejor interpretarlo cuento con un antropólogo marciano. Sí, un “marcianólogo” transmutado en antropólogo, nacido y criado en Marte, en la civilización que allí existe hace cien mil años, y que ha decidido finalmente mandar a un estudioso a tomar contacto con los humanos, y por un error menor cayó en Canencia de la Sierra (Madrid, España), en lugar de Washington (Distrito de Columbia, EEUU).
Dueños de un cerebro demasiado grande, ¿o es el cerebro el que nos posee?
La especie humana se caracteriza por ser bípeda. Ello conlleva un parto difícil en las hembras, y el típico dolor de espalda inespecífico en machos y hembras. También en ambos el andar de pie libera las extremidades superiores y permite el desarrollo de las manos con su capacidad para manipular objetos pequeños y delicados. En paralelo a las manos se desarrolla un cerebro hasta cierto punto monstruoso, pues es incapaz de entenderse a sí mismo.
Un cerebro que se asocia a auto-conciencia, a reflexión acerca del devenir de la vida, a capacidad de echar de menos a quienes murieron y a posibilidad de desarrollo de un lenguaje y una cultura que nos “poseen”, pero que es incapaz de comprenderse y conocerse a sí mismo después de múltiples y variados estudios biológicos y psicológicos y teorías científicas y filosóficas varias. Cabe por ello preguntarse si el cerebro no será sencillamente la expresión del alienígena que nos abduce a todos.
Pero tal alienígena debe ser un magma social, como bien demuestran las historias repetidas de niños-lobo. Esos niños que han perdido su infancia en el bosque donde consiguen supervivir y que luego fracasan casi inevitablemente al incorporarse a la sociedad. Ni son felices por reencontrar a sus congéneres ni son capaces de adquirir las habilidades lingüísticas y sociales mínimas para vivir entre iguales. Sucede como si nuestro monstruoso cerebro precisara en la infancia del contacto y del roce con otros cerebros parecidos para llegar a desarrollarse plenamente. El alienígena que nos abduce precisa en la infancia de energía mental y social compartida, diría el antropólogo marciano que nos observa. Para él ésta es una cuestión clave, pues no entiende de esa necesidad de tener un marco social y cultural para que se desarrollen plenamente circuitos aparentemente tan simples como los del lenguaje (desde el punto de vista del marciano nuestras capacidades lingüísticas son primitivas), aunque puede entender que sea necesario el contacto con humanos para desarrollar sentimientos complejos tipo la sensación de felicidad y de salud. Uno siempre es feliz o está sano en un contexto cultural y social determinado que marca las formas y expresiones de la felicidad y de la salud. En ese sentido, le digo yo al antropólogo marciano, uno siempre habla con otro (aunque el poeta dijo que “quien habla solo piensa un día con Dios hablar”) lo que quizá explica la necesaria interacción social para el desarrollo normal de las capacidades lingüísticas.
Pero es cierta la necesidad del contexto social en el enfermar, la conceptualización social de la salud y de la normalidad. Así, por ejemplo, la homosexualidad fue una enfermedad que exigía tratamiento (con apomorfina, principalmente, que a veces se complicaba y llegaba a matar) hasta bien avanzado el siglo XX en muchos países desarrollados, como el Reino Unido; en la actualidad sigue siendo pecado para muchas religiones, es enfermedad en multitud de naciones, y delito en otras tantas. Resulta difícil explicarle al antropólogo marciano el porqué de estas diferencias, que tal vez se funden en algunos componentes atávicos de nuestro cerebro.
Sostengo con el antropólogo marciano que nuestro cerebro es todavía un órgano inmaduro, que en el curso de la evolución irá adquiriendo independencia y necesitando menos y menos el contacto social y cultural para lograr su desarrollo pleno.
Quizá esa maduración también nos libere de la necesidad de drogarnos para soportarnos a nosotros mismos y a la sociedad en que nos desarrollamos y vivimos. Drogarnos con drogas de todo tipo o con otras formas más elaboradas de conseguirlo, como el trabajo sin límites, el deporte excesivo, el sexo compulsivo, la fe en algo absurdo, y demás. En cualquier caso hoy por hoy nuestro cerebro en cierta forma nos posee, quiere contacto con los iguales y necesita alguna droga para no desatarse. Hasta cierto punto los médicos están dispuestos a dar respuesta a ese “ansia de drogas” en forma de psicofármacos, justificados con diagnósticos más o menos esotéricos, del tipo de “trastorno por déficit de atención con hiperactividad”.
De brujos a (aparentes) médicos científicos
Sostiene Andreu Segura, salubrista catalán de pro, que el primer médico fue mujer prehistórica capaz de atender a otras mujeres en el parto. Después de discutir esta cuestión con el antropólogo marciano, que conoce a fondo la evolución humana, hemos llegado a la conclusión de que el primer médico fue miembro destacado de la tribu que consiguió convencer a lo suyos de que tenía un poder más o menos real de “sanación”, de forma que dejó el “trabajo” de búsqueda incesante del sustento. Es decir, el primer médico fue brujo o chamán con poderes sobre la conducta de sus iguales, tanto psicológicos como farmacológicos (plantas varias). Con estos poderes pudo especializarse en la ayuda a los que sufrían, y a cambio independizarse del agobio de encontrar comida para supervivir: lo hacían otros por él, para conseguir sus favores. Tiene algo de cruel esta sugerencia, pues transforma al médico primigenio en un ser humano dotado al tiempo de poderes de sanador y de manipulador; es decir, al tiempo sabía consolar y ayudar en la aflicción, en la enfermedad y en el morir (también en el nacer, obviamente), y sabía atemorizar para asegurarse su posición de miembro especializado, no activo en la caza ni en la recolección. Con el tiempo, tras miles de años de evolución, del sanador va quedando poco y del manipulador va aumentado su capacidad.
En todo caso, de lo que no cabe duda es que la evolución desde el brujo al médico actual sólo tiene una inflexión intensa cuando 1/ se intenta clasificar el sufrimiento a imitación de la clasificación de los seres vivos de Linneo, 2/ se introducen las ciencias biológicas, físicas y químicas en el diagnóstico y en el tratamiento de los pacientes (análisis de orina y sangre, síntesis de medicamentos, uso del termómetro, comprensión de la oxidación biológica, rayos X, etc.) con el consiguiente prestigio de los hospitales como lugar físico de esa “medicina científica”, y 3/ se logra que el individuo y la sociedad pierdan su capacidad de definir salud, enfermedad y factor de riesgo.
Esta tercera característica es la clave a finales del siglo XX y comienzos del XXI. La pérdida de la capacidad de definir salud amplia hasta al infinito el poder de los médicos, al tiempo que deja inerme a las poblaciones e individuos ante la enfermedad.
Por ejemplo, la salud del recién nacido y del bebé, y en general del niño, ya no depende de la opinión y experiencia ni de la madre ni de la abuela, ni de otras mujeres de la tribu o grupo social. Ahora el niño está sano sólo si lo determina el médico (o la enfermera como su delegada) una vez superado la “revisión del niño sano”.
Con esta “expropiación de la salud” todo el poder se da a los médicos que ya no sólo definen la enfermedad sino la salud, gran atrevimiento que no se ve como tal. De ahí su intromisión en los problemas de la vida diaria, de ahí su poder de definir como enfermedad (falta de salud) los casos comentados al comienzo de este texto, en la escuela. ¿Son los niños enfermos, o los enfermos somos los maestros y médicos audaces e imprudentes? Según el antropólogo marciano, los segundos ya que los primeros son simples víctimas.
En cualquier caso, lo clave es que la salud ya no se define por una experiencia personal sino por parámetros biológicos, o por escalas psicométricas que utilizan los médicos. La salud se convierte en medida y en norma. Estar sano es pertenecer a una media, a unos valores en un cierto intervalo que definen los médicos. Así, los niños que se salen de la norma, de los parámetros que un maestro puede valorar, caen pronto en manos de médicos y psicólogos que con medidas “científicas” determinan la anormalidad del niño, casi siempre seguida de la necesidad de tratamiento medicamentoso y/o psicológico.
La transformación de la salud en bio y psicometría deja inerme y sin valor al humano en los extremos, o fuera de ellos, al que entra y sale de una depresión sin pedir permiso a nadie, al que tiene una variación de la normalidad, al que no se adapta a un contexto, al que al tiempo quiere vivir y morir, al que simultáneamente siente amor y odio, al que tiene baches de ánimo y conducta y al que rechaza la estructura violenta de nuestra sociedad, entre otros (al que escribe esto, añade por lo bajinis el antropólogo marciano).
Estar sano ya no es sentirse sano, ya no es disfrutar de la vida y de sus inconvenientes. La salud ya no es capacidad para superar los inconvenientes de la vida y disfrutar de la misma (de hecho, en latín, dice el antropólogo marciano, salus alude a “estar en condiciones de superar un obstáculo”). Ahora la salud la definen los médicos con normas y medidas, y si el humano no cae dentro de las mismas es un enfermo, aunque no lo sepa y aunque pueda superar los obstáculos de la vida diaria. “¡Gran sorpresa!”, dice el antropólogo marciano al reflexionar sobre la ignorancia de los médicos que transforman a sanos ignorantes de sus males en enfermos dependientes de sus artes. Artes peligrosas, pues son cascadas diagnósticas y terapéuticas de incierto final, de forma que en muchos casos es peor el remedio que la enfermedad.
En mi opinión, lo que está enfermo es un entramado cultural que busca la salud como ausencia de todo mal/daño (físico, psíquico y social) y que aspira a la juventud eterna y a la ausencia de sufrimiento. Por supuesto, en ese entramado hay piezas clave, como la esotérica definición de salud de la Organización Mundial de la Salud, de 1946, tan perjudicial como errónea (“estado de perfecto bienestar físico, psíquico y social, y no sólo la ausencia de lesión o enfermedad”). Con la riqueza de las naciones y con la educación de las poblaciones mejora la salud a niveles desconocidos previamente, pero la vivencia personal es de amenaza continua de enfermar y de morir con la consiguiente aceptación de las reglas, normas y definiciones de los médicos que poseen un poder arrollador y manipulador, pues parecen dotados de capacidades cuasi-milagrosas, adornados con el éxito en casi cualquier cosa, con sus máquinas y métodos deslumbrantes, desde vacunar a operar sin dolor, desde curar neumonías a reparar fracturas, desde definir enfermedad a pre-enfermedad.
La cuestión de fondo es si el médico está renunciando a su papel de sanador para pasar a ser simple manipulador disfrazado de científico. Es decir, el problema es si el poder casi omnímodo con máquinas y utensilios lleva al abandono de la palabra, a la renuncia a la comprensión del sufrimiento, a no “tocar” al paciente (ni para la cortesía del saludo ni para la exploración física), a negar el efecto placebo de la empatía y a obviar el compromiso del médico en el seguimiento de la enfermedad y ante la muerte.
La Medicina Basada en Pruebas (mal traducido del inglés como “Medicina Basada en la Evidencia”, apunta el antropólogo impertinente) ha dado nueva fe en la ciencia al médico, que cree devenir científico, que renuncia a sus poderes sanadores, que se “independiza” del sufrir y de la experiencia del enfermar y del morir, y que traslada conocimientos obtenidos de la población a los pacientes individuales en la consulta con una inocencia imprudente y a veces mortal (sirva de ejemplo el deletéreo efecto de los “parches en la menopausia”). Ser científico es ser neutral y frío, es no implicarse ni conmoverse, en dicha interpretación de la ciencia. Dice el antropólogo marciano que es incomprensible esa conversión a la ciencia del médico del siglo XXI, que es inadmisible esa fe de converso que arrasa la práctica clínica pues todo se funda en una ciencia poco fundamentada, “cogida con alfileres”, ciencia primitiva y pobre que no es ciencia ni es “ná” (el antropólogo marciano goza con las expresiones chelis).
Digo yo que mis compañeros no sólo no aguantan su cerebro de médicos (utilizan más drogas y se suicidan más que la población de su misma edad, sexo y situación socioeconómica) sino que evitan enfrentarse con lo que les es propio, con el sufrimiento y la muerte, porque ellos también aspiran a la juventud eterna, a la vida sin riesgo ni de enfermar ni de sufrir, al vivir sin inconvenientes y sin problemas. Se está así a un paso de transformar toda reacción ante los problemas diarios en enfermedad, en trastorno mental que requiere diagnóstico y tratamiento, que abarcaría desde el desagrado que nos crea la visión de un determinado vecino a la angustia vital, pasando por el agobio por no llegar en lo económico a final de mes. La salud ya no es capacidad de superar los inconvenientes y adversidades de la vida diaria sino la ausencia de todo inconveniente y adversidad; es decir, la salud es un imposible, y lo “normal” es estar enfermo, tener trastornos mentales y problemas sanitarios.
Todo se pone en contra del papel de sanador y a favor del manipulador. Este último se ve potenciado, además, por un mercado que incita al consumo sin satisfacción posible. Un mercado que va de la prevención al tratamiento. Prevención a veces agresiva, tratamientos a veces excesivos.
Precaución con la prevención (o la necesidad de poner coto a la prevención sin límites)
Lamentablemente, coincidiendo con la expropiación de la salud los médicos se han ido llenando de orgullo, como bien demuestra el atrevimiento preventivo. Por ejemplo, con las mujeres a las que someten a un verdadero encarnizamiento diagnóstico y terapéutico, con citologías de más (inútiles y peligrosas) y mamografías de cribaje de difícil justificación científica, y demás. El antropólogo marciano mantiene un obsesivo interés por la anatomía femenina que ve mucho más interesante que la masculina, y quizá por ello sea tan crítico con la prevención sin límites que se les ofrece a las mujeres, con graves consecuencias. Por ejemplo, muchos cánceres diagnosticados con la mamografía de cribaje nunca hubieran evolucionado, y muchos habrían desaparecido solos. Pero en su tratamiento se agobia y mutila a las mujeres, que además terminan agradecidas pues “me han salvado de morir por cáncer”. Pasa lo mismo con los varones y el cribaje con la determinación del PSA, que lleva a muchas septicemias, impotencias e incontinencias, pero todo vale con tal de “erradicar cánceres de próstata”, por más que muchos de ellos sean silentes acompañantes del vivir hasta morir de otra causa. No sé porqué esta cuestión interesa menos al antropólogo marciano, que ve a los varones como más torpes y tontos, lo que en su opinión justifica que mueran antes que las mujeres.
En todo caso, sería importante que el médico tuviera claro que no siempre es mejor prevenir que curar. Prevenir es actividad que se suele ejercer sobre sanos (o aparentemente sanos) y eso cambia completamente el contrato implícito entre el médico y el paciente, entre los profesionales sanitarios y la sociedad. Hasta la aparición de los factores de riesgo (y de las pre-enfermedades) existía un contrato de tolerancia a la actividad médica, pues se dirigía al consuelo del sufrimiento, al alivio del dolor, a la curación del enfermar, a ayudar a morir con dignidad. Así, por ejemplo, ante la sospecha de apendicitis la sociedad ha tolerado tasas de error hasta del 50%, en el supuesto de que el daño hecho es mucho menor que el beneficio obtenido.
Cuando se ofrece prevención la cuestión es muy distinta, pues de lo que no cabe duda es del daño hecho al sano (o aparentemente sano). Así, por ejemplo, al tratar de diagnosticar precozmente la depresión (actividad de prevención secundaria) podemos hacer daño a todos los que se someten a las pruebas, de forma a veces inesperada, y en todo caso hay una tasa inevitable de falsos positivos y falsos negativos en los que el daño es indudable y esperable. Conviene mantener la máxima de “todo cribaje conlleva daños; algunos se ven superados por los beneficios”.
Sin embargo, la prevención tiene una aureola positiva que le exime incluso de la necesaria precaución en su actividad. Por pura lógica, sostiene el antropólogo marciano, la prevención tienen efectos adversos, pues no hay actividad médica que carezca de ellos. Con el grave inconveniente, remacho yo, de que la prevención se hace sobre sanos (o aparentemente sanos). Me contesta el antropólogo marciano que eso se está solucionando, al transformar en enfermedad lo que son factores de riesgo o pre-enfermedades. Por ejemplo, dice, la hipertensión. La hipertensión no es una enfermedad sino un factor de riesgo para la insuficiencia cardiaca y el accidente cerebrovascular, pero se ha convertido ya en enfermedad de facto, y los pacientes y la sociedad toleran los graves inconvenientes y efectos adversos de su tratamiento y de su seguimiento. Los médicos y pacientes ignoran que los factores de riesgo no son causa de enfermedad, ni son suficientes ni necesarios para que se presente la enfermedad. Los factores de riesgo son simples asociaciones estadísticas. Pero en su nombre se inician millones de cascadas diagnósticas y terapéuticas, de enorme coste personal, social y económico. Por ejemplo, en la prevención del suicidio se transforman trastornos mentales menores, reacciones a inconveniencias y dificultades de la vida, en “depresión”, se cronifican cambios circunstanciales, se deriva al paciente a los servicios de salud mental, se da la baja laboral y se trata con antidepresivos y apoyo psicológico. Todo inútil y peligroso, con efectos adversos a veces no considerados. Así, por ejemplo, el estar de baja se asocia per se a mayor probabilidad de suicidio, más separaciones matrimoniales, peor expectativa laboral y más probabilidad de ludopatía y alcoholismo. ¡Flaco favor al “deprimido”, al que parten “pormedio”! dice el incontinente antropólogo marciano. Ignorancia científica, añado yo, de médicos que se consuelan ante su renuncia a ser sanadores con aquello de “… pero la calidad científica y técnica que ofrecemos es excelente”. “¡Vamos ya!” remata el dichoso antropólogo.
Conclusión
Los trastornos mentales mayores agobian al paciente, a sus familiares y a los profesionales con sus síntomas y consecuencias. Así, por ejemplo, nos sobrecoge la visión de un esquizofrénico vagabundo durmiendo en un banco en el parque en una noche de invierno.
También debería sobrecogernos y conmovernos la imagen opuesta, la de esos niños transformados en enfermos crónicos por maestros desconcertados y por médicos generales inseguros, sometidos todos ellos a la tiranía de expertos e industria que actúan con verdadera malicia con tal de incrementar su poder y sus ventas.
Los trastornos mentales menores merecen la misma respuesta que los trastornos físicos menores. Es decir, la “espera expectante”, el simple “esperar y ver”, el “dar seguridad”, la escucha terapéutica y el puntual alivio sintomático.
Dice el antropólogo marciano que los médicos deberíamos pensar en prestar atención simultáneamente como sanadores y científicos, con una mezcla adecuada y en partes proporcionales según los casos y situaciones. Dice también que tendríamos que disminuir el poder de manipulación, poner límites a la prevención, ser prudentes en la definición de salud, fomentar la vivencia de la felicidad en nuestros pacientes (¡se puede incluso morir “sano” y feliz, sintiendo que el tiempo se cumple y es la hora!) y evitar el fácil recurso a los psicofármacos. Dice que está bien drogarse, pero sin pasarse. Dice que entre la Tierra y el Cielo no conviene el Érebo, que entre la luz cegadora y las tinieblas infernales caben las vidas terrenales, sencillas y complejas, alegres y confiadas. Dice que la vida vale la pena vivirla con y sin salud y que ésta no se puede reducir a normas y medidas. Dice que la felicidad y la salud están en nuestro interior, con cierto grado de ayuda exterior, aquí y en Marte. Dice que en Bután han contrapropuesto al “Producto Interior Bruto” la “Felicidad Interior Bruta”, y que no están tan locos ni son tan anormales al pensar en el desarrollo holístico de la sociedad y de los individuos.
Digo yo que lo que dice el antropólogo marciano está bien dicho.
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